Apuntes, comentarios, borrones y revoltijos desde New Orleans. En español and English.

Friday, August 13, 2004

Los chinos nunca mueren

¿Alguna vez has visto el entierro de un chino? El grupo más numeroso de seres humanos en el planeta se mantiene así no sólo por su aparente habilidad reproductiva que los coloca un poquito más abajo que los conejitos, sino porque nunca se mueren.

Leo Chong, un señor de quien me hice amigo mientras trabajaba en el Barrio Francés hace muchos años, es la prueba. Yo solía caminar desde mi trabajo hasta la parada del autobús, y la ruta más corta era pasando por la tienda de él. Cuando lo conocí en aquellos días, Mr. Chong tenía unos 69 años de edad, y su cara estaba surcada por antiquísimas arrugas. Teníamos en común haber nacido bajo el mismo signo zodiacal, el perro, y él siempre decía en broma que apenas iba a cumplir 10 años. Era un hombre risueño y platicador. Los cinco o diez minutos que pasábamos juntos hablando de lo que fuera eran siempre un apropiado descanso después del trajín del día. Mr. Chong probablemente hablaba cantonés, pero nunca se me ocurrió preguntarle. El inglés lo hablaba rápido y con un acento bastante pronunciado. De vez en cuando decía "Si, pues" o "¿quioras son?" en español, gracias a su estancia de 7 años en un pueblito de Guatemala.

Un día lo ví decaído de ánimos. Cuando le pregunté qué le sucedía, me miró con sus ojos chinos y sólo se sonrió. La tienda que atendía se encontraba en la mera Bourbon St., local donde vendía camisetas de mala calidad, postales a 3 por una, máscaras alegóricas de carnaval (hechas en China), y otros triquitraques. No fue hasta una semana después que noté su ausencia de la puerta de la tienda, la que era atendida por un hombre de aspecto hostil, y fue cuando me percaté por primera vez de la leyenda que se encontraba escrita a pincelazos maestros sobre el umbral de una puerta que estaba junto a la entrada de la tienda: China Longevity Club, 580 Bourbon St. Arriba del letrero que indicaba la entrada al club de la larga vida, dos caracteres en chino anunciaban probablemente lo mismo.

Supuse que estaba de vacaciones, o en el peor de los casos, había enfermado. No fue hasta el comienzo de ese invierno cuando un hombre de mucha menos edad que Mr. Chong, con apenas unos surcos sobre su frente, apareció en el lugar donde mi antiguo interlocutor se paraba. Me miró fijamente, y con acento chino me preguntó lo de siempre. Yo me quedé paralizado. El hombre sabía mi nombre y de donde venía. Cuando vio mi asombro, se sonrió. "No se preocupe," me dijo, "sólo hicimos un cambio." Precisamente, se llamaba Leo Chong. Era de XianPeng, y había vivido en Susex, Inglaterra, Bordeaux, Francia, y Alajuela, Costa Rica. Hablaba algunas frases en español. Había nacido en un año del perro, y era obvio que le gustaba platicar. "Mi tío me contó todo sobre Ud." me dijo al despedirme, "lo espero mañana."

Fue así como supe al día siguiente que, por medio de mil y una artimañas, el viejo Chong y cientos de sus amigos llegaban al país y asumían la identidad de uno de sus familiares para mantener los trabajos que tanto les había costado conseguir. Las familias que dejaban atrás se beneficiaban de la entrada continua de remesas, y nunca se perdía un sólo día de trabajo porque, con dos o tres otros Leo Chongs en la clandestinidad, si uno se enfermaba, otro tomaba su lugar. El Chong hostil que vi al principio de la enfermedad de mi amigo no dio el ancho por su modo antipático y fue reemplazado por el presente Chong.

Hace años que no trabajo en el Barrio Francés, pero de vez en cuando paso por la tienda a la par del club de la larga vida. Al presente Chong se le han pronunciado unas cuantas arrugas más en la cara, pero sigue igual de risueño y platicador. La última vez que lo vi, sostenía en sus brazos a un bebé. "A ver si adivino," le dije en broma, "se llama Leo Chong."

Chong sólo se sonrió. Me contestó en perfecto español. "Si, pues."

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